Desde el domingo, muchas ciudades españolas se han echado a la calle para protestar por algo que lleva mucho tiempo oprimiéndonos. El sistema político-económico en el que vivimos ha llegado a tal extremo de injusticia, desigualdad y abusos que era lógico que no se aguantara mucho más. A diferencia de otras manifestaciones, ahora no se pide trabajo, ni se exige la encarcelación de alguien o se rechaza una guerra. Ahora, la protesta es global, se enfrenta a todo, al poder, a las empresas, a los políticos, a todo aquel que tiene autoridad para mejorar las cosas, pero hace todo lo contrario: enriquecerse a costa de los demás.
Por todo ello, se están produciendo concentraciones masivas en las ciudades más importantes del país. Sevilla es una de ellas y cada día son más los que con esperanza, ilusión y rabia pasan horas en la calle con el alma en la garganta y el corazón latiendo con fuerza. Sin duda, este hecho sentará precedentes y, por qué no, puede ser el inicio de un giro radical de la sociedad. Quizás esa transformación tarde tiempo en desarrollarse y consolidarse y obtener su fruto, pero todas las revoluciones tuvieron un tímido y trabajado comienzo.
Es evidente que, si los cambios que se exigen llegan a producirse algún día, todos nos veremos beneficiados, los que están viviendo las protestas en sus carnes y los que se quedan en casa viéndolo por la tele o siguiéndolo por las redes sociales. Tanto una acción como otra es totalmente respetable, en democracia cada uno es libre de hacer lo que crea conveniente con sus principios y con la forma de materializarlos. Por eso, cuando hoy unos amigos me requerían acudir a la concentración en la plaza de la Encarnación y al negarme me ha llamado fascista uno de ellos, me he quedado pensando en que esa palabra está un poco fuera de este contexto. Entiendo que quien lucha por una causa quiera estar acompañado de cuantas más personas mejor y me encanta tener amigos tan apasionados en lo que creen, pero muchas veces el frenesí y la excitación por la posibilidad de cambiar algo tan fuerte como el sistema de libre mercado hace confundir términos.
Estoy completamente segura de que ese amigo tan comprometido no ha querido molestarme o hacerme daño, aunque sí hacerme sentir un poco mal. Lo cierto es que quizá lo ha conseguido, por eso escribo esto, pero estoy completamente segura de que no soy fascista. Si lo fuera, ahora estaría muerta de miedo e indignación por los levantamientos masivos. Sin embargo, mantengo la esperanza y la ilusión de que la lucha que mi amigo y otros miles como él están llevando a cabo provoque ese cambio que todos necesitamos y merecemos.
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