jueves, 15 de diciembre de 2011

No se salva ni Dios

Desde el domingo se está produciendo un baño de críticas al discurso de Cayetano Martínez de Irujo. Si bien es cierto que es, cuanto menos cínico, que diga no saber que significa ser un “señorito andaluz”, llevando puesta una chamarreta de Ralph Lauren, también hay que decir en su favor que todo lo que dijo no es del todo mentira o exagerado. El reportaje en el que estaba incluida la entrevista al aristócrata pretendía mostrar la verdadera realidad de los jornaleros andaluces a raíz del desafortunado y oportunista comentario de Durán i Lleida. La pieza en general está bastante bien, se limita a exponer las condiciones en las que se trabajan las tierras andaluzas y los pocos recursos que a ello se destina.

   Sin embargo, de todo el programa la gente parece que sólo se ha quedado con una frase que dijo el hijo de la Duquesa de Alba y que no es otra que desgraciadamente, en Andalucía es el único lugar donde ha visto que hay jóvenes sin ambición y sin aspiraciones de futuro. Uno, que él no lo haya visto no significa que no haya gente sin visión de futuro en el resto de la geografía española. Dos, le acababan de enseñar unas declaraciones desoladoras de un chico de 18 años sin graduado escolar y que apenas sabía hablar. Tres, sin duda se le puede considerar un privilegiado porque le ha venido todo hecho, no ha tenido que trabajarse todo lo que tiene y es totalmente criticable su actitud, pero no por eso se le debe privar de la libertad de expresión.

   Todo esto no es más que la conclusión a la que he llegado hoy después de una interesante charla con otra periodista y una publicitaria, de una clase de las que te abren los ojos y donde se te cuenta lo que nadie quiere que se cuente y de observar mi alrededor mientras esperaba el tren de las 21:53. Curiosamente, el tren que me ha llevado a casa era uno de los antiguos, seguramente de los más viejos que conserva la Renfe, con un olor extraño, unas luces lúgubres y un sonido de motor nada atractivo. Pero lo que más me ha chocado cuando me he montado ha sido ver los carteles del interior en vasco. Sí, Andalucía es la fábrica de reciclaje de España. No hay duda de que las comunidades más prósperas del país son Cataluña, Madrid y País Vasco, ya se encargan de recordárnoslo diariamente. Pero una cosa es eso y otra muy distinta que los sureños tengamos que aprovechar las antigüedades de los industrializados. Somos una especie de Tercer Mundo dentro de nuestro propio país, es decir, somos la tierra de los recursos, pero los más pobres y, a la vez, los más exóticos, por aquello del buen tiempo, el acento y las variadas festividades.

   El tema de los estereotipos es algo que no podemos controlar y, posiblemente, nunca se erradiquen porque como me dijo un profesor en la universidad, es imposible que conozcamos todo y a todos de primera mano, por lo que simplificamos la información que nos llega para crearnos nuestras propias categorías sociales. En definitiva, tiramos de los tópicos para hacernos la vida más fácil, pero no se me ocurre otra cultura que no sea la andaluza que se venda reafirmando esos estereotipos dañinos y distorsionados. Sin ir más lejos, el vídeo promocional de la consejería de Turismo para la navidad sevillana, con los tres reyes magos tirados al sol en un banco delante de la Giralda. Y otro ejemplo, también reciente y difundido, es el cartel de la Copa Davis, en el que aparece una gitana con un vestido de pelotas de tenis. ¿Cómo pretenden “nuestros” políticos que fuera de Andalucía no nos tomen por fiesteros y vagos si ellos mismos se encargan de exportar esa imagen de sus ciudadanos?
   Sin darnos cuenta, nosotros, los hombres y las mujeres de Andalucía colaboramos de alguna forma en que se nos catalogue de conformistas y acomodados. Cada vez con más frecuencia veo y me cuentan que la gente va a trabajar sin motivación, con el único objetivo de echar las horas fuera, que no haya ningún problema destacable y cobrar el sueldo debidamente. ¿Cómo vamos a ser los primeros en algo si nadie se encarga de motivarnos y de hacernos creer que podemos? ¿De qué vale la pena esforzarse y hacer las cosas mejor si después con un simple cartelito o un spot desmontan todo nuestra lucha? Ese pensamiento es el de mucha gente, cada vez más, y se puede valorar como una causa de que en Andalucía haya tan poco interés por ir más allá, por no quedarse con lo fácil y querer tener un futuro mejor. ¿Por qué no creen en nosotros? O mejor dicho, ¿por qué no creemos en nosotros? Nuestras voces morenas pueden gritar igual de alto o más que las industrializadas.

martes, 12 de julio de 2011

¡Repetid conmigo!

Pasar muchas horas con un niño pequeño puede resultar un experimento psico-científico si se observa mínimamente sus gustos. En las últimas semanas estoy disfrutando de esa oportunidad y la verdad es que he llegado a la conclusión de que el mundo infantil va más allá cuando la televisión está por medio. Es instantáneo, automático, terrorífico ver cómo un niño de dos años queda totalmente hipnotizado desde el momento en que en la caja tonta empieza a aparecer colores vivos, melodías pegadizas y voces agudas y afeminadas.

Es cierto que muchos adultos experimentan esa sensación de ensoñación cuando se sientan delante de la pantalla del televisor y que pierden la noción del tiempo en ocasiones, pero en una persona que apenas sabe hablar es más pasmoso. En cuanto escuchan el rumor de la televisión dejan lo que estén haciendo y donde lo estén haciendo para pararse delante del mágico aparato. Aunque sólo saben pronunciar correctamente unas cinco o seis palabras, conocen el nombre de todos los personajes de dibujos animados, tararean las canciones rítmicamente y contestan a la pantalla cuando los muñequitos se dirigen a ellos.

Pero lo más sorprendente, a mi modo de verlo, es que ahora los dibujitos no sólo hablan nuestro idioma, sino que también dicen expresiones en inglés y, más inédito aún, invitan a los pequeños televidentes a hablar en chino. Una dulce, exótica y divertida niña ficticia dice continuamente vocablos en el idioma mandarín e insta a los infantes a repertirlos con ella con el objetivo de salvar o alegrar a alguno de sus compañeros de aventuras.

No puedo evitar comparar las nuevas tendencias de la programación infantil con las de mi época. Ahora todo es mucho más sofisticado, más refinado y, quizás, menos inocente. Puedo aceptar que los niños aprendan cosas básicas con los dibujos animados, incluso valores como la amistad, el compañerismo o la tolerancia, pero creo que dentro o detrás de ese ingenuo discurso hay otro mucho más impuro y astuto. De alguna forma implícita o, mejor dicho, subliminal, esos personajes están transmitiendo continuamente un estilo de vida beneficiario para las grandes empresas que sustentan este tipo de programación y creando érroneas concepciones de la realidad. Y, si no, ¿por qué las protagonistas infantiles son siempre morenas e inteligentes? ¿O por qué un niño negro tiene frenillo al hablar? ¿O por qué siempre hay algún personaje del que todos se ríen? Son detalles a los que no damos importancia porque ni siquiera los percibimos a primera vista, pero guardan muchas más intención de la que nos podamos imaginar. Sin duda, resultan un completo misterio de la función 'educativa' de los medios de comunicación. Resolver un enigma de este calibre precisa de una gran experta: Dora la exploradora. ¡Ella siempre lo consigue!

jueves, 19 de mayo de 2011

No soy fascista

Desde el domingo, muchas ciudades españolas se han echado a la calle para protestar por algo que lleva mucho tiempo oprimiéndonos. El sistema político-económico en el que vivimos ha llegado a tal extremo de injusticia, desigualdad y abusos que era lógico que no se aguantara mucho más. A diferencia de otras manifestaciones, ahora no se pide trabajo, ni se exige la encarcelación de alguien o se rechaza una guerra. Ahora, la protesta es global, se enfrenta a todo, al poder, a las empresas, a los políticos, a todo aquel que tiene autoridad  para mejorar las cosas, pero hace todo lo contrario: enriquecerse a costa de los demás.

Por todo ello, se están produciendo concentraciones masivas en las ciudades más importantes del país. Sevilla es una de ellas y cada día son más los que con esperanza, ilusión y rabia pasan horas en la calle con el alma en la garganta y el corazón latiendo con fuerza. Sin duda, este hecho sentará precedentes y, por qué no, puede ser el inicio de un giro radical de la sociedad. Quizás esa transformación tarde tiempo en desarrollarse y consolidarse y obtener su fruto, pero todas las revoluciones tuvieron un tímido y trabajado comienzo.

Es evidente que, si los cambios que se exigen llegan a producirse algún día, todos nos veremos beneficiados, los que están viviendo las protestas en sus carnes y los que se quedan en casa viéndolo por la tele o siguiéndolo por las redes sociales. Tanto una acción como otra es totalmente respetable, en democracia cada uno es libre de hacer lo que crea conveniente con sus principios y con la forma de materializarlos. Por eso, cuando hoy unos amigos me requerían acudir a la concentración en la plaza de la Encarnación y al negarme me ha llamado fascista uno de ellos, me he quedado pensando en que esa palabra está un poco fuera de este contexto. Entiendo que quien lucha por una causa quiera estar acompañado de cuantas más personas mejor y me encanta tener amigos tan apasionados en lo que creen, pero muchas veces el frenesí y la excitación por la posibilidad de cambiar algo tan fuerte como el sistema de libre mercado hace confundir términos.

Estoy completamente segura de que ese amigo tan comprometido no ha querido molestarme o hacerme daño, aunque sí hacerme sentir un poco mal. Lo cierto es que quizá lo ha conseguido, por eso escribo esto, pero estoy completamente segura de que no soy fascista. Si lo fuera, ahora estaría muerta de miedo e indignación por los levantamientos masivos. Sin embargo, mantengo la esperanza y la ilusión de que la lucha que mi amigo y otros miles como él están llevando a cabo provoque ese cambio que todos necesitamos y merecemos.

viernes, 11 de febrero de 2011

Culpa en masas industriales

El cambio climático, el calentamiento global, la destrucción de la biodiversidad. Desde hace unos años para acá, los medios de comunicación empezaron a dedicarle, repentinamente, un tiempo excesivo al tema ecológico. Las informaciones se han basado en cumbres celebradas por los países más influyentes y contaminantes del mundo y en estadísticas y datos científicos que demuestran que el alto nivel de vida del ser humano está teniendo consecuencias insospechadas desde la década de los 60, cuando floreció la actual sociedad de consumo y globalización parcelada, también denominado Nuevo Orden Económico Mundial.

   Pero además del miedo transmitido, los medios de comunicación e instituciones medioambientales también se han preocupado de hacer recomendaciones a la población para frenar el mal estado de la capa de ozono. Ducharse en vez de bañarse, no dejar encendido el piloto rojo del televisor, coger el transporte público son algunas de las medidas que desde los medios se han propuesto a los ciudadanos. Sin embargo, esa avalancha de datos negativos y de "consejos" no han provocado otra cosa que aumento del miedo y la preocupación por el cambio climático.

   No. Toda la culpa no es de la población. Es más, gran parte de la responsabilidad del maltrecho aire que respiramos la tienen las empresas, las corporaciones, las industrias. Ellas son las verdaderas emisoras de residuos y deshechos contaminantes. El documental "La corporación" así lo aclara, pues argumenta, una y otra vez, la inexistencia de conciencia social y moral de estas agrupaciones. Su único objetivo son los beneficios económicos, la acumulación de dinero sin ponerse un límite.

   Con esto, lo que pretendo es hacer ver que, aunque nos pese, pertenecemos al sistema y estamos a merced de sus decisiones y productos y que lo único que hacemos es sobrevivir con lo que nos ofrecen. Si hay formas de fabricar bienes de forma sostenible, nadie lo sabe o nadie lo dice. Por ello, habría que empezar por que los miembros de las grandes corporaciones se comportasen como humanos con sentimientos y sensibilidades para con los demás, al igual que, supuestamente, lo hacen cuando llegan a casa.